martes, agosto 05, 2008

La Granja de Rud Vera


Era una enorme juguetería donde vendían todo de plastico: muñecas, trenes, pelotas, castillos, puzles, todo de plastico y multicolor. Rojos, verdes, azules, morados, rosados, todo brillaba y flotaba ante los ojos de quienes pasaban del otro lado de las vitrinas. Pero no había casi nadie dentro de la juguetería. El unico cajero, un hombre anciano y de chalequito café de lana, fumaba un cigarrillo.

Corría el año 2065. Las grandes metrópolis habían crecido de la forma prevista , elevándose al cielo y enterrándose kilómetros bajo tierra. El hombre tenía 80 años. Aun recordaba el mundo cómo había sido a comienzos del siglo 21. Ahora, esa realidad estaba, a años luz.

La juguetería se llamaba La Granja y llevaba un año abierta, esperando la llegada de un cliente. Desde entonces todo estaba perfectamente empacado y cada mes llegaban nuevos envíos de todas partes del mundo. El anciano abría la tienda a las 9 am y la cerraba todos los días a 18.30, media hora después de la hora oficial de cierre. Jamás había entrado nadie, a excepción de un fanático religioso que lo frecuentaba para salvarlo y convertirlo a su fé. El anciano lo escuchaba pacientemente, y finalmente el predicador se iba, no sin antes dejarle un amarillento folleto impreso.

Ya no quedaban jugueterías como esa en la ciudad. Sí había muchos sitios virtuales para visitar, jugar y comprar. Además, sólo el 5% de la población era menor de 8 años. Desde los 9 años en adelante, ya no se consideraba a las personas niños pues tenían facultades, deberes y derechos similares a los de un adulto: podían legalmente comprar, vender, patentar negocios, someterse a pruebas de ADN, decidir si abortar o no y demandar a otro adulto. Hasta los 8 años los niños tenían prohibidas ciertas cosas, penadas por ley, como tener relaciones sexuales sin la autorización de sus padres, consumir drogas o visitar ciertos sitios virtuales. Pero, como siempre, solo unos pocos respetaban la ley.

El anciano había ahorrado varios años para instalar ¨La Granja¨. Inicialmente soñaba con tener animales reales vivos, y que los niños pudiesen comprar e incluso alimentar a las mascotas. Había imaginado incluso un laguito artificial, con pequeños botes. Pero el dinero no le alcanzó y como las cosas no estaban fáciles, tuvo que conformarse con conservar el nombre de lo que había sido su idea original.

Ese día estaba muy frío, la cápsula aerobica de la ciudad estaba especialmente espesa para protegerla de la radiación, y por ende, el aire estaba reconcentrado de gases toxicos y era escaso el oxigeno. Los más viejos como el, sufrían especialmente, por eso era bueno estar encerrado en la tienda climatizada y con aire depurado. En las calles no había mucha gente, en general, y en los días así, los escasos ciudadanos que gustaban de andar a pie, no lo hacían. Ese día en particular, el viejo no esperaba que llegara nadie.

Pero por primera vez sonó la alarma que se activaría si alguien cruzaba la puerta. Era una cancioncilla metálica de navidad, que al viejo le pareció bonita cuando tuvo que escoger entre varias melodías. Se tuvo que levantar de la silla para ver quien había cruzado el umbral, y entonces, con el corazón latiendo a mil, pensó que iba a sufrir un infarto o se iba a desmayar, en el momento menos oportuno. Tenía mala vista y alcanzó a distinguir que era un niño muy pequeño, de 5 o 6 años. Sonriendo, atormentado por el dolor de huesos, el viejo camino lo más rápido que pudo hacia la puerta. El niño estaba inmóvil y miraba la juguetería. Estaba parado frente a las figuras de osos, payasos, perros, todos amiguitos de plástico. Los habia de todos los tamaños y colores, desde miniaturas y llaveros hasta un dinosaurio gigante que estaba de pie. El anciano se acercó lo suficiente para ver que el niño vestía ropa de telas antipax, y tenía antiparras protectoras también. Sólo quedaban al descubierto sus manitos y parte de su rostro, enrojecido seguramente por las alergias. Detrás de las antiparras pudo ver el asombro en los ojos del niño, devorando a su vez los ojitos sonrientes de los muñecos, sus garritas inofensivas, sus múltiples accesorios para jugar, como cascos, patinetas, pistolas y vestuarios. El anciano quiso decirle algo que lo ayudara a entrar en confianza, pero no supo qué decir, se sentía viejo. Con tristeza pensó que no se había preparado bien para el momento, pero ya era tarde. Lamentó estar fumando un cigarrillo, ya que era ilegal y podría haber arruinado el momento en caso de que un inspector lo viera a través del telecom. Todas esas inútiles ideas pasaban por la mente del viejo. Vacilante, dio algunos pasos hacia el niño, tambaleándose con el cigarro en la mano. Entonces el niño lo miró, y cambió sus ojos de asombro por un temor automatico y eficaz. Sin que el viejo pudiera hacer nada, el niño ya había salido corriendo de la tienda, y en esta solo quedó sonando la cancioncita melódica, que duró un largo rato. Después de que hubo terminado, el viejo seguía de pie mirando hacia la puerta, perplejo, hasta que el fuego de su cigarro comenzó a quemarle los dedos y lo hizo reaccionar.